En este día en el que tantas ciudades y pueblos celebran a María como su patrona, revistiéndola de hermosas historias y entrañables advocaciones, las Iglesias de Oriente y Occidente comparten celebración en torno a ella. La fecha del 8 de septiembre es la fecha de la dedicación de la basílica de Santa Ana de Jerusalén, que se erigió en el lugar en que, según una antigua tradición, residían Joaquín y Ana, padres de María.

En las Iglesias bizantinas se dice de María que es la “tierra del cielo”, es decir, el seno que la humanidad ofreció al Señor. En este contexto hay que comprender el Evangelio que leemos en esta fiesta (Mt 1, 1-16.18-23), la genealogía de Jesús, a la que se une el pasaje de la perplejidad de José. La retahíla de nombres quiere indicar que Jesús, además de descender de Abraham y de David, confirmando las promesas proféticas, no viene como alguien ajeno a la historia de los hombres, encontrándose en la lista de sus antepasados a representantes del paganismo y a hombres y mujeres nada ejemplares. El Mesías, hijo de María, no dudó en asumir la fragilidad humana, cubierta de oscuridad, para transformarla y revestirla de su luz inmortal.

El nacimiento de María es la aurora que anuncia la llegada del Sol que es Cristo, cuya venida iluminará a la humanidad entera.

A la intercesión de María, madre de Dios y madre nuestra, confiamos la vida y el camino de nuestra Iglesia diocesana en los inicios del nuevo curso pastoral, para que todo nos conduzca al encuentro con el Señor, para que, transformados por El, seamos Iglesia abierta y misionera que acerca su luz y su amor a nuestra humanidad tan necesitada de sentido y salvación.

Jesús Murgui Soriano.

Obispo de Orihuela-Alicante.

 

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