El ángel que se apareció a las mujeres, la mañana de Pascua, les dijo: “No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el crucificado. Ha resucitado” (Mc 16,6). “Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo” (Lc 24,5). ¡Ha resucitado, está vivo! El anuncio de la resurrección resulta tanto más eficaz y convincente cuanto más se acerca a esta forma originaria, absolutamente sencilla.

Es fácil de imaginar lo que ocurrió inmediatamente después. La noticia era demasiado fuerte. A partir de ese momento el mundo ya no iba a ser el mismo. La buena nueva de la resurrección de Cristo empezaba así su viaje a través de la historia, como una ola larga, tranquila y majestuosa, que nadie ni nada iba a poder detener.

La resurrección de Cristo es, para el universo del espíritu, lo que fue, según una conocida teoría puesta en actualidad estos días, para el universo físico la “gran explosión” inicial. Todo cuanto existe en el universo del cristianismo y se mueve dentro de la Iglesia –sacramentos, palabras, instituciones- saca su fuerza de la resurrección de Cristo. Es el instante en que la muerte se transformó en vida y la historia en eternidad. Es la nueva creación, como enseña la liturgia escogiendo, como primera lectura de la Vigilia pascual, el relato de la creación de Génesis 1. Es el nuevo “fiat lux” (¡hágase la luz!), dicho por Dios.

Tomás tocó con el dedo esta fuente de toda energía espiritual, que es el cuerpo del Resucitado, y recibió de ella tal “sacudida” que al instante desaparecieron todas sus dudas y exclamó lleno de certeza: “¡Señor mío y Dios mío!”. El propio Jesús, en aquella circunstancia, dijo a Tomás que hay un modo más dichoso de tocarlo, que es la fe: “Dichosos los que creen sin haber visto” (Jn 20,29).

Por tanto, el dedo con el que también nosotros podemos tocar al resucitado es la fe, y es este dedo el que especialmente suplicamos al Espíritu Santo en este tiempo pascual con el deseo ardiente de recibir de Él luz y fuerza. Escojamos y supliquemos el camino de la fe. Fue así como el anuncio de la resurrección de Cristo, al principio, convirtió a la gente, cambió el mundo e hizo nacer la Iglesia. Fue así como, desde el principio, la resurrección de Cristo hizo renacer a una esperanza viva, como nos enseña San Pedro: “Dios Padre (…) a través de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos nos ha hecho renacer para una esperanza viva” (1Pe 1,3).

La Pascua es el día natalicio de la esperanza cristiana. Cristo, al resucitar, ha quitado los sellos de la fuente misma de la esperanza, ha creado el objeto de la esperanza teologal que es una vida con Dios también después de la muerte. El objeto de la esperanza cristiana es la resurrección: “El que ha resucitado a Jesús, el Señor, nos resucitará también a nosotros” (2Cor 4,14). Cristo ha sido “la primicia” (cf 1Cor 15,20), y la primicia anuncia la cosecha total.

Pero, recordemos, no existe solo una resurrección del cuerpo; existe también otra del corazón, y si la del cuerpo es del “último día”, la del corazón es una resurrección día a día. Esta es la que especialmente nos tiene que interesar, que es la que en parte depende de nosotros, ya desde ahora mismo. Decía San León Magno: “Manifiéstense también ahora en la ciudad Santa los signos de la futura resurrección; lo que ha de llevarse a cabo en los cuerpos, que se cumpla ahora en los corazones” (Sermón, 66,3).

Debemos esperar que no hay cadena, por muy dura y antigua que sea, que el Señor, con su amor, no pueda romper. El mismo Jesús que, en espíritu el Santo Sábado, fue a visitar a los que yacían en las tinieblas de los infiernos, nos puede liberar de cualquier situación de encarcelamiento espiritual y de muerte. Puede gritarme a mí, y de hecho lo está haciendo aquí y ahora, lo que gritó a Lázaro cuando estaba en la tumba: “¡Sal fuera!”.

Agarrémonos, pues, de la mano extendida del Salvador, como hacen Adán y Eva en el conocido icono, y resucitemos también nosotros con Jesús. Regalar y compartir esperanza es lo más hermoso que podemos hacer: digamos al encontrarnos entre nosotros, sobre todo en el tiempo pascual: “Hermano, o hermana, ¡Cristo ha resucitado!”

A todos, con mi bendición, mi deseo: ¡Feliz Pascua!

 

Jesús Murgui Soriano.

Obispo de Orihuela-Alicante.