La Resurrección del Señor es el centro de nuestra fe, el acontecimiento decisivo por el que creemos en Jesús. Asimismo es la mejor noticia que nosotros, cristianos, podemos transmitir a la humanidad y a cada persona en concreto (cfr.1Cor 14,4; Hch 2,24: Rom 10,9).

La Resurrección es la respuesta de Dios Padre a la entrega sumisa de Jesús hasta la muerte en cruz (cfr. Flp 2,5-11). Con esta respuesta de Dios Padre a Jesús todos los hombres hemos recibido la esperanza sobre el sentido de la vida y de la muerte. El “enigma del dolor y de la muerte” como enseñó el Concilio Vaticano II, se iluminan en Jesucristo. Así: unidos a Él recibimos el perdón de los pecados, sabemos que la muerte no es meta definitiva, sino puerta de entrada en la eternidad, y que la participación por el Espíritu Santo en su muerte y Resurrección es nuestra salvación. Nuestro destino no es la nada sino la Vida; no el silencio infinito, sino el cántico nuevo; no la oscuridad, sino la Luz; no la ausencia absoluta, sino la presencia de Dios creador y consumador de todas las cosas (Cfr.GS 22).

Además podemos decir que, hoy como entonces, todo apóstol se forja en el encuentro con Jesucristo resucitado.

La Resurrección de Jesús, aunque es un hecho transcendente, ha dejado huellas en la historia. Esas huellas son, siguiendo los Evangelios, además de la tumba descubierta vacía, sobre todo la aparición a María Magdalena y a las mujeres, y las apariciones a los apóstoles. Debemos notar que las apariciones y los encuentros con Jesús viviente proceden de la iniciativa del Señor.

La presencia de Jesús vencedor de la muerte cambió el corazón y el semblante de los discípulos. El origen de la transformación de los discípulos que pasaron de la tristeza al gozo, de la desbandada a la reunificación, de la frustración a la esperanza, del miedo a la intrepidez… no estuvo en su interior, sino en Jesús que los visitó nuevamente y comió con ellos. Sin la resurrección personal de Jesús es impensable la “resurrección” de la fe de los discípulos.

Lo vivido con Jesús, antes de Pascua, y la experiencia pascual convierten definitivamente a los discípulos en apóstoles, en garantes seguros y testigos privilegiados del Señor. Jesús resucitado los ha convertido en personas nuevas y en testigos autorizados ante el pueblo.

Sin duda en el Año Jubilar de la Misericordia, es bueno recordar cuan necesitada está nuestra pobre humanidad de esperanza y de sentido en medio de tantas oscuridades y tragedias que vive cada día. Mucho se parece el ser humano de nuestros días, muchos de nosotros, a esa situación de oscuridad y desconcierto en la que estaban sumidos los discípulos del Señor ante su muerte, ante su cruz. También a nosotros las grandes cruces de nuestra sociedad, de nuestro país y del mundo entero, nos hieren y nos desconciertan, al igual que las cruces concretas de cada uno cada día. De ahí que sea una real necesidad encontrar respuestas, ver la luz, hallar salidas. De ahí que su hallazgo sea pura misericordia, ¡bendita misericordia! Por ello es tan necesario hoy ser testigos de la Resurrección, compartir la mejor noticia.

Jesús resucitado cambió entonces a los que con Él se encontraron en el camino de la vida, o a quienes visitó cuando estaban encerrados en sus penas y en sus reflexiones sin salida. Jesús resucitado les hizo personas distintas, nuevas.

Gran misericordia es ofrecer respuestas, salidas, luz. Hoy como entonces el encuentro con Jesús resucitado hace nuevas a las personas, con sentido para sus vidas, con alegría y renovadas energías, y con la misión que brota naturalmente de compartir el hallazgo, la experiencia única de tal encuentro, su luz y consuelo. Hoy como entonces el encuentro con el Resucitado nos hace testigos, apóstoles de la resurrección. Hoy como entonces llevar a Él y ser testigos de su resurrección y de su presencia viva entre nosotros es una gran obra de misericordia, un impagable servicio, es la esencia misma de la tarea evangelizadora de la Iglesia, de la confortadora misión que hemos recibido de ser testigos de la Buena Noticia.

Feliz Pascua a todos.

Jesús Murgui Soriano

Obispo de Orihuela-Alicante