La creación del Obispado de Orihuela

Tras la Reconquista del sudeste peninsular, en 1244, el Pacto de Almizra, firmado por el infante Alfonso de Castilla (el futuro Alfonso X el Sabio) y por Jaime I de Aragón, fijó los límites entre ambos Estados, de modo que la villa de Orihuela y su amplia área de influencia quedaron incluidas dentro de los dominios del entonces rey de Castilla, Fernando III el Santo. Y seis años después, con la restauración de la diócesis de Cartagena, fueron adscritas a la jurisdicción eclesiástica de dicha mitra.

No obstante, esta situación varió considerablemente a raíz de la conquista del reino de Murcia por parte de Jaime II entre 1296 y 1304. Tras las sentencias arbitrales de Torrellas y Elche (1304-1305), las aludidas tierras de Orihuela pasaron a la soberanía de la Corona de Aragón, pero siguieron dependiendo eclesiásticamente del obispado de Cartagena, cuya sede, pese a conservar su antigua denominación -Cartaginensis-, había sido trasladada por motivos pastorales a la cercana y fronteriza ciudad de Murcia.

Este desajuste entre los límites políticos y eclesiásticos fue el origen de una larga serie de tensiones y escándalos que enfrentaron a los vecinos de ambas poblaciones, y sirvió para que en Orihuela fuese surgiendo una idea que, con el paso de los años, y de los siglos, fue acaparando un mayor protagonismo en la mentalidad de sus habitantes: la necesidad de que su iglesia mayor, la del Salvador, adquiriese el rango catedralicio y encabezase una diócesis formada por los territorios del reino de Valencia que constituían buena parte de la de Cartagena.

creacion_obispado_1Con estos propósitos, la villa del Bajo Segura buscó el apoyo de los monarcas de la Corona aragonesa, al tiempo que realizó diferentes gestiones ante los sucesivos pontífices. El primer paso lo dio en 1413 al lograr que Benedicto XIII, el Papa Luna, erigiese la iglesia del Salvador de arciprestal a colegial, categoría que era necesaria para que una iglesia pudiese ser promovida a la catedralía. Y el segundo en 1437, cuando por medio de un privilegio dado en Gaeta el 11 de septiembre, Alfonso V la distinguió con el privilegio de ciudad, condición sin la cual una población no podía aspirar a convertirse en cabeza de una diócesis. Además, en dicho documento, el Magnánimo prometió a los oriolanos que intentaría conseguir, tanto ante el papa Eugenio IV como ante el Concilio de Basilea, que la citada iglesia del Salvador fuese adornada con la silla episcopal. Y el monarca cumplió su promesa pues, a comienzos de 1442, los padres conciliares decidieron crear el obispado de Orihuela, desmembrándolo del de Cartagena.

No obstante, la reacción del prelado y el cabildo de Cartagena fue fulminante, y junto a la intervención de la monarquía castellana, propiciaron que Eugenio IV anulara la erección episcopal mediante la bula del 11 de octubre de 1443, y que Nicolás V confirmara dicha anulación con otro escrito apostólico, expedido el 14 de julio de 1451.

Sin embargo, el fracaso de esta primera creación del obispado no desanimó a los oriolanos. Al contrario, siguieron realizando gestiones encaminadas al fin anhelado. Y esa tenacidad se plasmó en un nuevo avance. Aprovechando la política pactista de Enrique IV el Impotente de Castilla y la actitud favorable del prelado de Cartagena, Lope de Ribas, el 2 de julio de 1461 firmaron en Logroño una concordia con el citado obispo y el cabildo cartaginense, que se tradujo en el establecimiento en Orihuela de un vicario general que habría de encargarse tanto de los aspectos espirituales como de los temporales que surgiesen en la gobernación, y que sería elegido por el obispo entre dos candidatos presentados por el pavorde y el capítulo de la Colegiata del Salvador.

No obstante, tampoco pudo la Iglesia de Orihuela disfrutar de esta prerrogativa durante mucho tiempo, pues a la muerte del primer vicario general, Françés Prats, los obispos cartaginenses se negaron a nombrar a su sucesor, lo que provocó repetidas protestas oriolanas; quejas que no tuvieron ningún éxito pese a que se recurriese en última instancia al mismo Fernando el Católico.

Sin embargo, esta coyuntura negativa, coincidente con el papado de Alejandro VI -el valenciano Rodrigo de Borja-, concluyó con el acceso al solio pontificio de Julio II, quien se mostró más receptivo que su antecesor para con las reclamaciones episcopales oriolanas. Además, el fallecimiento de Isabel la Católica y la temporal separación de su esposo Fernando del gobierno de Castilla inclinaron al monarca aragonés a favorecer las aspiraciones de Orihuela de un modo tal que, a instancias de la ciudad, y con la intención de poner fin a los escándalos que cotidianamente se sucedían entre las poblaciones de Orihuela y Murcia, pidió directamente al sumo pontífice la segregación y creación del nuevo obispado. Y para que el papa no tuviera reparo alguno en cumplir con su voluntad real, consiguió que el obispo cartaginense, Martín Ferrández de Angulo, enviase a la Santa Sede una carta mostrando su consentimiento a la desmembración.

La consecuencia inmediata de las diligentes gestiones del monarca fue la segunda erección del obispado de Orihuela, según una bula dada por Julio II el 13 de mayo de 1510. No obstante, la segregación de Cartagena no fue completa, pues el escrito apostólico decretó la unión canónica de las iglesias de ambas sedes, y que ambas fuesen regidas y gobernadas por un mismo prelado.

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La reacción de la clerecía murciana no se hizo esperar. En primer lugar, lograron que Julio II procediese al traslado del obispo Angulo a la mitra cordobesa el 30 de septiembre de dicho mismo año. Y con el favor del nuevo obispo, Mateo Lang de Wallenberg, electo el 1 de noviembre de 1512, intentaron que Julio II proveyese la revocación de la bula de erección. No tuvieron éxito ante este pontífice, por lo que tras su muerte prosiguieron las reclamaciones ante León X. Éste, en primer lugar, confirmó la creación del obispado de Orihuela el 27 de junio de 1515, pero finalmente, tras una investigación efectuada por el cardenal de los «Cuatro Santos Coronados», y que resultó negativa para los intereses oriolanos, decretó el 1 de abril de 1518 la revocación de la bula de Julio II.

Orihuela no se resignó a perder por segunda ver su propio obispado y, oponiéndose de plano a la decisión del pontífice, comenzó una larga serie de apelaciones.

El capítulo se negó a acatar la jurisdicción murciana hasta que en septiembre de 1521 fue forzado por el marqués de los Vélez, que había tomado la ciudad venciendo a las tropas agermanadas, a prestar obediencia al cabildo y al obispo de Cartagena.

Sin embargo, pese a que la ciudad quedó trágicamente destrozada, el capítulo del Salvador y las autoridades oriolanas no renunciaron a sus pretensiones episcopales. Arguyendo que el juramento de obediencia había sido realizado por coacción, y no voluntariamente, comenzaron de nuevo a apelar ante la Santa Sede.

Perse a todo, sus múltiples recursos fueron infructuosos, porque siguiendo la voluntad del emperador Carlos -que se hallaba muy molesto con la población del Bajo Segura por su actitud rebelde durante las Germanías-, Clemente VII confirmó la revocación efectuada por León X el 14 de octubre de 1524 y ordenó que el capítulo oriolano volviese a jurar obediencia al cabildo y al prelado de Cartagena.

En 1525 los murcianos intentaron conseguir la sumisión de Orihuela, pero la actitud del gobernador del reino de Valencia más allá de Jijona, D. Pedro Maza de Lizana, lo impidió, y el pleito volvió a manos de Carlos I.

Entre apelaciones pasaron tres años, hasta que los síndicos oriolanos consiguieron en las Cortes de Monzón de 1528 que el emperador permitiese llevar la causa a la Sede Apostólica. Allí, el año siguiente, Clemente VII comisinó a uno de los auditores del tribunal de la Sacra Rota, Camilo Ballion, para realizar una nueva investigación, lo que hizo renacer las esperanzas oriolanas.

No obstante, mientras las partes preparaban los compendios documentales para la defensa de sus respectivos derechos, y sin permitir que Ballion cumpliese con su misión, en Bolonia, el 15 de marzo de 1530 el pontífice expidió un nuevo breve revocatorio de la bula de Julio II. Y para darle pleno valor, la emperatriz Isabel, en ausencia de Carlos I, expidió unos mandatos ejecutoriales el 12 de agosto de 1531 para que el nuevo escrito apostólico fuese puesto en vigor. Y por fin, el 15 de junio de 1532, 22 años después, Orihuela volvió a la obediencia cartaginense.

De poco sirvieron las protestas posteriores. Ni las demandas en las sucesivas Cortes de 1533, 1537, 1542, 1547 y 1552-1553. El monarca estaba decididamente de parte de Murcia, y los oriolanos tuvieron que esperar nuevos tiempos, que llegaron con la entronización de Felipe II.

Las múltiples ocupaciones del nuevo monarca, y el vivo interés que suscitó en él el Concilio de Trento impidieron hasta 1563 que pudiese atender asuntos de menor trascendencia como las reivindicaciones episcopales oriolanas.

Además, otro hecho -más coyuntural- vino a fortalecer estos intentos. El fallecimiento del obispo de Cartagena, D. Esteban de Almeyda, el 23 de marzo de ese último año, dejó vacante la citada sede, e hizo ver a las autoridades seglares y eclesiásticas de la ciudad que podía ser un momento muy adecuado para que el papa Pío IV proveyese la división del obispado de Cartagena y la fundación del de Orihuela.

Teniendo en cuenta las circunstancias, enviaron a la corte al pavorde de la iglesia del Salvador, D. Diego Ferrández de Mesa, quien, siguiendo los consejos de Fernando de Loazes, le suplicó a Felipe II que le pidiese al citado pontífice que procediese a la creación del obispado de Orihuela, y que le asignase como diócesis las tierras del sur del Reino de Valencia. Y conociendo que para Felipe, uno de sus principales deberes como rey era potenciar el hecho de que el Catolicismo se mantuviese en España con la máxima pureza, en un momento en el que el protestantismo se extendía vigorosamente por Europa, Ferrández de Mesa le explicó brillantemente que la fundación del obispado sería la medida más adecuada para mejorar la atención pastoral de los habitantes de la Gobernación, y que también serviría para vigilar de cerca las sospechosas prácticas religiosas de los abundantes moros convertidos al Cristianismo que constituían la principal mano de obra en los campos de cultivo.

creacion_obispado_3Después de escuchar las argumentaciones del embajador oriolano, Felipe II decidió enviarlo a Roma para que le pidiese de su parte a Pío IV que erigiese el obispado. Ferrández de Mesa logró que el papa aprobase el proyecto el 14 de julio de 1564, y dos meses después consiguió que le entregase las bulas, es decir, los documentos necesarios para que la fundación episcopal se hiciese oficial. Con ellos, emprendió contentísimo el camino de vuelta a España. Recorrió el norte de Italia. Atravesó después, con mucho cuidado pero sin problemas, el sur de Francia, que por entonces estaba habitado por protestantes, y el 26 de octubre llegó a Barcelona. Se detuvo en la Ciudad Condal unas horas, y después prosiguió su camino. Pero al llegar cerca de Sant Boi de Llobregat, de repente se le vino el mundo abajo. Le asaltaron catorce bandoleros que le quitaron todo, todo, excepto la vida y las bulas. De un modo ciertamente penoso, consiguió llegar a Tarragona, donde le pidió ayuda al arzobispo Loazes. Éste le proporcionó ropas y algo de dinero para que pudiese llegar a Madrid, lugar al que tenía que ir para presentarle a Felipe II los documentos, a fin de que el monarca les diese su consentimiento. Tras una verdadera odisea, casi digna de un canto épico, Ferrández llegó a la capital de España, le mostró las bulas al rey, y éste lo felicitó por su buen trabajo.

Entonces, a la desesperada, los murcianos trataron de impedir la ejecución de la disposición pontificia, pero lo único que consiguieron fue retrasar el acto de institución del obispado.

Superada esta oposición, el 1 de mayo de 1565 se procedió a la lectura solemne de las bulas en la nueva Catedral del Salvador. Y alegres como nunca antes lo habían estado, los habitantes de la ciudad del Bajo Segura asistieron a la creación del obispado de Orihuela.

Unos meses más tarde, el 22 de agosto de ese mismo año, y a suplicación de Felipe II, el papa Pío IV nombró al primer obispo de la nueva diócesis oriolana. El elegido para tal honor fue D. Gregorio Antonio Gallo de Andrade, un catedrático de Biblia de la Universidad de Salamanca, que había participado en el Concilio de Trento, y que además era el confesor de la reina Isabel de Valois, tercera esposa del Rey Prudente. Gallo tomó posesión del obispado el 23 de marzo de 1566. Tras él han sido nombrados posteriormente muchos otros obispos a lo largo de más de cuatro siglos, perpetuando una saga que, gracias a Dios, ha llegado a nuestros días.

Antonio Carrasco Rodríguez
Subdirector del Área de Historia

Biblioteca Virtual «Miguel de Cervantes»