Al iniciar un nuevo Año Litúrgico, la liturgia de este comienzo de Adviento nos recuerda que el tiempo no es un camino sin meta, como quien camina sin saber a dónde va, al contrario, nuestra fe es clara al respecto como podemos leer en las enseñanzas de Papa Francisco: “Nuestra meta final es el encuentro con el Señor resucitado. Yo os quisiera preguntar: ¿cuántos de vosotros pensáis en esto? Habrá un día en que yo me encontraré cara a cara con el Señor. Y esta es nuestra meta: el encuentro. Vamos al encuentro de una persona: Jesús. Por lo tanto, el problema no es ‘cuando’ sucederán las señales premonitorias de los últimos tiempos sino estar preparados para el encuentro” (15-12-2015).

También este Año que comienza es un don que la Iglesia facilita a sus hijos para liberarlos de las pequeñas visiones, de los pequeños sueños, e insertarlos en el sueño de Dios, en la esperanza de la eternidad, en la visión de un futuro de justicia, de paz y de amor. Es el Señor mismo quien ha preparado este futuro. Nuestra vida adquiere sentido si hacemos nuestro el sueño de Dios, su voluntad, su restauración salvadora, obra de su amor y misericordia.

En este camino y en esta obra el Señor no nos ha dejado solos. Conoce bien nuestro pecado, nuestras debilidades. Y Él mismo viene para tomarnos y conducir nuestros pasos. Día tras día, Domingo tras Domingo, viene a nuestro lado para iluminarnos con su presencia, con su palabra y con el don del Espíritu. Es también el sentido de este tiempo de Adviento, marcado por la espera de Jesús. Es verdad que Él habita ya con nosotros cada día, como dijo a los discípulos: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Pero hay una gracia especial del Adviento: la gracia de poder tener una conciencia más viva y clara de Jesús como “aquel que viene” junto a vosotros, como quien deja el cielo para venir hacia nosotros mucho antes de lo contrario, es decir, de que nosotros vayamos a Él.

Por otra parte, para nosotros es fácil quedarnos bloqueados en nuestra pereza, dejar de velar y de esperar, apoltronados por la mediocridad y obstinados en una necia autorreferencialidad. El riesgo que corremos y que este tiempo quiere alejar es el de estar tan concentrados en nosotros mismos y en nuestros asuntos personales que no nos demos cuenta de la venida de Señor, de su cercanía, de su amor.

La advertencia de Jesús a los discípulos, también resuena verdadera y necesaria para nosotros: “Estad atentos, vigilad… Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!” (Mc 13, 33-37).

Es el llamamiento a la vigilancia activa. Un estilo de vida egocéntrico apesadumbra el corazón y oscurece la mente, nos vuelve insensibles a los demás y empuja a concentrar los ojos y los pensamientos en el pequeño recinto de los intereses individuales. Y desgraciadamente el individualismo parece ganar cada vez más terreno favoreciendo la resignación a un mundo desorientado y violento, y quemando toda esperanza de un mundo de paz y amor.

He aquí, pues, el tiempo de Adviento: un tiempo entrañable para revivir el misterio de nuestra fe, que Dios ha querido compartir la vida con nosotros, sus hijos. Para revivir la experiencia de los creyentes, sentir la bondad y el amor de Dios que se acerca e ilumina nuestra existencia y aporta un horizonte nuevo. Cercanía de Dios que nos transforma: cercanía de la persona misma del Señor, anunciada por los profetas, preparada por Juan Bautista, vivida por María.

En este tiempo de Adviento, especialmente en sus primeros compases, la palabra del Evangelio insiste con un lenguaje típico de los últimos tiempos –y para nosotros estos son los últimos tiempos para la decisión-, en que todos asumamos un estilo de vida menos autorreferencial y más abierto, despierto y vigilante. Vigilar que no significa simplemente aguardar que venga algo; sino empeñarnos en que la visión universal de salvación que el Señor ha puesto delante de nosotros pueda realizarse también en nuestros tiempos.

Vigilar quiere decir rezar, escuchar el Evangelio y prestar atención a los signos de la presencia de Dios en el mundo y en la vida. En este tiempo la oración de la Iglesia pide que los cielos se abran para que descienda el Salvador.

Que nuestros ojos estén limpios y nuestros oídos atentos para reconocer los signos de su paso. Escuchemos su palabra, revistámonos del amor a los demás, especialmente los pobres, y sabremos reconocer y acoger al Señor que viene para poner su tienda en medio de nosotros.

Con los mejores deseos para todos y mi bendición.

 

 Jesús Murgui Soriano.

Obispo de Orihuela-Alicante.

 

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