La última semana del pasado mes de Marzo, el Apostolado del Mar me brindó la oportunidad de dar asistencia religiosa al Oceanic, un crucero con sede en Barcelona y que realiza semanalmente una ruta turística por el Mediterráneo occidental. La experiencia era nueva y totalmente desconocida para mi, pero la oferta tenía grandes dosis de aventura y fantasía, así que decidí ha embarcarme.
Desde el principio todo fueron atenciones, nada más llegar, me estaban esperando para recibirme y ayudarme a instalarme, así que tras cumplir los tramites de embarque, subí a bordo antes que el pasaje. Aquella mañana la dedique ha conocer a parte de la tripulación con la que compartiría aquella travesía y a programar los servicios religiosos que se realizarían en el viaje. El trato cálido y cortés que recibí desde el comienzo, fue una constate a lo largo de aquellos extraordinarios días, los cuales guardo en mi memoria como un regalo de Dios. Todo el personal, sin excepción alguna, me hizo sentirme como parte de aquella gran familia de trabajadores que compartían sus esfuerzos y su servicio en mitad del mar.
Con este prometedor comienzo, zapamos rumbo a las costas de Francia, Italia y Túnez, llevando las ilusiones y proyectos de más 450 tripulantes y los deseos de pasar una semana inolvidable de casi 1400 pasajeros. Debo reconocer que mientras aquel inmenso navío se liberaba de las amarras que lo mantenían prisionero en el muelle, muchas dudas y fobias rondaban por mi mente, vacilaciones que el viento del mar, pero sobretodo todas aquellas personas, se encargarían de disipar bien pronto. No tardé ni tan solo un día en conocer a gentes de los más diversos países, Argentina, Brasil, Panamá, Colombia, Venezuela, Grecia, India, Pakistán e Indonesia entre otros, y casi con la misma celeridad que habíamos zarpado se comenzaron a tender los primeros puentes para entablar una pronta, pero sincera amistad.
Con gran sorpresa constaté que aquellos hombres y mujeres que trabajaban como marineros, camareros, cocineros, animadores o personal de hotel, eran gente de gran cualificación intelectual y académica, se trataba de abogados, economistas, enfermeros y licenciados de todo tipo, para ellos y sus familias, el trabajo en el mar les abría un futuro y unas posibilidades de las que no gozaban en sus países de procedencia. Compartir con ellos sus sacrificios por hacerse con algunos ahorros y sus proyectos montar futuros negocios en sus ciudades junto con sus seres queridos, me hizo pronto sentir un gran respeto y admiración hacia ellos, pero sobre todo fraguó en mi un gran cariño por aquellas personas que eran capaces de amar y sacrificarse tanto por sus familiares.
Tampoco puede decirse nada malo de la experiencia vivida junto a los pasajeros, que en su inmensa mayoría eran españoles. Muchos de ellos se alegraban de comprobar que había un sacerdote a bordo y que podían celebrar la Eucaristía en medio de su viaje. Con ellos también tuve la ocasión de compartir grandes momentos y conversaciones profundas. La convivencia serena y sosegada nos abría espacios para acercarnos y abrirnos los unos a los otros, terrenos que tanto se echan de menos en nuestra sociedad, siempre sobrecargada de demasiadas prisas y preocupaciones, de objetivos y de búsqueda de resultados, pero que al mismo tiempo refleja una preocupante tendencia a olvidarse de las personas. Las terrazas de aquel navío eran por el contrario un lugar para compartir, para conversar, para conocerse. En aquellos lugares pude advertir que mucha gente se toma la vida con intensidad, que apuestan con todo por formar y consolidar sus familias, y por ofrecer a los suyos un sentido de la vida, no todo es tan superficial como aparentemente pueda parecer, y las personas siempre valen la pena.
El Concilio Vaticano II afirmaba que “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” y yo aprecie como esa afirmación se hacía realidad en lo más profundo de mi ser. Esta experiencia me ha hecho disfrutar con intensidad del ministerio, me ha ayudado a abrir miras y horizontes, pero sobretodo, me ha hecho constatar la gran necesidad de Dios que tienen los hombres y mujeres de todo el mundo. Solo lamento una cosa, no haber tenido más días para dedicarles y poder así conocer más y mejor a aquellos hombres y mujeres que hacen del mar un hogar para sí mismos y para los que sólo estábamos de paso.
Gracias a todos y que Dios os bendiga.

Manolo Llopis
Capellán del Apostolado de la Mar